miércoles, 6 de septiembre de 2017

Capítulo I: El final.

Me encontré con él. Su sonrisa hizo que mi piel se erizase, como cuando está en invierno en la parada del autobús y un soplo de aire recorre tu médula espinal. Fue una grandísima sorpresa, ¿cómo iba a saber que me lo podría encontrar a kilómetros de su casa? 

Respiramos hondo los dos, quietos. Nos separaban unos pocos metros, quizá era demasiados pero ya no importaban. Otra respiración honda, yo sonreí y él se acercó hacia mí. Podrían ser los pasos más lentos o los más rápidos del mundo, no lo sabía. Solo recuerdo que el corazón se me paró en ese instante. Me dio un beso, uno en la mejilla; no iba a dejarse llevar por la emoción. Eso me gustaba de él: la manera tan inteligente que tenía de controlar sus emociones. Yo me moría por un beso suyo y me aguantaba porque me daba demasiado miedo su rechazo. 

Podría escribir toda la vida sobre sus sonrisas y sus abrazos; son lo más cálido que existe, como un café caliente entre las manos en invierno. Para mí él era invierno, el más frío del mundo. A la vez era verano, el que hacía que yo siguiera siendo cálida. 
Ninguno de los dos quería admitir que estábamos allí por nosotros: él para verme y yo para escapar de que él no estuviera. Estar tan lejos el uno del otro me hacía llorar demasiado, él lo sabía. Cuando me enfadaba por la distancia salía a andar por la ciudad, creo que era una manera de recorrer kilómetros y acercarme a él, aunque nunca funcionaba.

Su mano pasó por encima de mi hombro y me agarró. Quería seguir allí a su lado siempre, oliendo su colonia y fotografiando su sonrisa con cada uno de mis parpadeos.
¿Qué esperanza de vida tiene un amor así? El nuestro murió joven, en plena adolescencia. Esa etapa tan dura en la que nada encaja, en la que tienes una bestia dentro de ti que solo sabe rugir, así estaba nuestro amor cuando pasó a mejor vida. 

Aún me quedan sus sonrisas y sus abrazos. O el recuerdo de ellos.